Pedir vino en un restaurante es un momento lleno de anécdotas, casi siempre graciosas, dependiendo de quién y cómo las cuente, claro. Si el local está atendido por profesionales, habitualmente no dará tiempo a pedir la carta de vino, ésta será sugerida o directamente llevada al cliente, que puede ir acompañada de ofertas, si vienen al caso. Cuando un producto se oferta fuera de carta se debe citar el precio, para evitar molestas situaciones que pueden empañar lo que debe ser un momento lleno de felicidad.
El momento de elegir un vino es complejo, porque cada cliente tiene una circunstancia además de su gusto. Esto y la búsqueda de un rico vino que cuadre a los posibles acompañantes, ya sean los partícipes de la pitanza o las propias viandas, puede parecer algo dificultoso. La simple idea de comprar una botella de vino que agrade a todos implica tener conocimiento, de los posibles vinos y de los bebedores. Repito que, en una mesa debería primar la buena fe de todos y buscar el goce culinario, a pesar de que siempre hay algún maniático de las zonas o de los tipos de servicio. Normalmente, el camarero suele estar a la altura, pero, si no, no queda más remedio que resignarse.
El que decide la botella debe de catarla, siendo el camarero quien le presente la botella, le recalque el nombre y cosecha, descorche delante del cliente la botella y le deje el corcho para que el comprador haga con él lo que le plazca, y le sirva una pequeña cantidad en la copa para que el cliente dicte si le agrada el vino y la temperatura. Este procedimiento no necesita un ritual complejo, no es una cata técnica al uso, se observa el vino, se huele, se paladea un sorbo y si todo está bien se le dice al camarero que proceda a servir o deje la botella en la mesa, depende de la costumbre de cada cual.
Disfrutar del momento
Menos, es más. En mis lustros de camarero observo que quien se limita a catar el vino llevándose la copa directamente a la boca, paladeando y asintiendo si el vino está rico y a una temperatura apropiada, disfruta mucho más del momento que quien le quiere buscar tres pies al gato, olfateando y rebuscando virtudes o problemas a un alimento que sencillamente está bueno o no, me agrada o no, está genial, frío o caliente. En cualquier de los segundos casos tiene una sencilla solución como es enjarrar el vino para que se atempere o meter la botella en un cubo con agua y cubitos de hielo.
Cosas que haríamos con cualquier otro alimento, confiar en el buen hacer del profesional que nos lo ha guardado y ofrecido, en su capacidad de resolución y dándole la importancia que tiene, tanto clientes como hosteleros. A veces, el exceso de parafernalia asusta a los que sólo quieren beber vino, disfrutar relajadamente de un bonito color, aromas agradables y el sabor de una bebida tan deliciosa. Lo otro, la búsqueda de un servicio perfecto, eso creo que es otra cosa que también tiene su momento, pero no deberíamos mezclarlos. Lo más bonito de un vino es compartirlo, llenar cada sorbo de sonrisas y crear recuerdos que perduren en el alma, tan sencillo como eso.
Adán Israel es presidente de la Asociación de Sumilleres Manchegos (ASUMAN)